Por: Tania Díaz Castro*
La Habana Cuba – Marzo2006-
Ocurrió en 1949. Tenía 10 años y era la primera vez que visitaba a los tíos de mi madre, Paulino y Juancito, procedentes de Islas Canarias y radicados en el caserío del Central Santa Lugarda, en la provincia Las Villas. Eran de cabellos muy claros y ojos azules, en contraste con su piel, curtida por el sol de los cañaverales
Jamás podré olvidar aquellos días que pasé junto a mi familia materna. Lo primero que me impresionó fue sentir de una manera tan intensa el sabor del azúcar. Todo era dulce allí: las personas, los muebles de las casas, las paredes de madera, los caminos, los trillos. Hasta el agua de beber y la lluvia eran dulces. Bien las recuerdo.
El pueblo apenas se extendía a lo largo de cien metros. La calle en el centro y a cada lado las casas, todas pertenecientes a los trabajadores del central. No había manera de perderse por recovecos o bocacalles. El central, sobre todo de noche, parecía un fantasma sobre el lomerío, y en época de molienda, cuando se trituraba la caña para convertirla en azúcar, era lo más querido, el sustento de todas las familias, la ventana por donde se contemplaba la vida.
Nada faltaba. Los pocos vecinos de Santa Lugarda tenían sus tiendas de víveres, de ropa, de zapatos. Hasta un médico tenían por si alguien se caía de un caballo o un obrero del central sufría un accidente.
Mi madre llamaba a Santa Lugarda "paraíso de azúcar y miel", y casi hasta los últimos años de su vida, cuando hablaba de Santa Lugarda, sus ojos recobraban su brillo, mezcla de nostalgia y alegría.
Una noche desperté sobresaltada al escuchar unos gritos a través de un tabique de madera, muy cerca de donde yo dormía. Se trataba de una de mis primas que iba a parir.
Escuché cuando alguien subía a un caballo y una voz: "Pronto llegará el médico". Nadie dormía. Yo, mucho menos. Estaba tan asustada que no me acordaba ni de rezar.
Al poco rato llegó otro caballo. Sentí los pasos apresurados de varias personas dentro de la casa. Mi prima seguía quejándose y yo me moría del miedo. Mi tío Paulino se secaba el sudor. Sonreía. De pronto, el llanto de un niño llenó la casa. Minutos después el médico salía a la puerta para anunciar que se trataba de un varón.
Fue entonces que lo conocí. Se sentó a mi lado y regalándome un caramelo se puso a conversar conmigo. Tal vez vio el miedo reflejado en mis ojos. Era un hombre joven, delgado, vestido de blanco, cuyo rostro se quedó para siempre en mi memoria.
A los pocos días subimos al tren, de regreso a la capital. Atrás no sólo quedaban las extensas plantaciones de caña perdidas en el horizonte. También la imagen del primer médico de campo que vi, tan parecido a un ángel salvador, diciéndonos adiós desde el andén.
En Santa Lugarda todo ha cambiado. Al caserío le dicen Lugardita. El central dejó de moler. Algunos familiares han abandonado el país. De aquel "paraíso de azúcar y miel" no queda nada. Ni siquiera el nombre.
* Periodista independiente Cubana.
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