El arma letal.
LA HABANA, Cuba, febrero 2011 – En Cuba no se teme al dolor físico, sino a todas las armas del gobierno para reprimir. La más letal: la ley y sus castigos; el medio perfecto para privarte de todo, tu libertad, tu casa, tus bienes, el deseo de vivir y de inhibir a todo cuanto te rodea.
El Dr. Jeovany Giménez, especialista de primer grado en Medicina General, tal vez se negó a sentir ese temor, cuando decidió enviar un escrito, el 31 de marzo del 2006, al Comité Central del Partido Comunista de Cuba, explicando "a camisa quitada", como decimos los cubanos, los problemas neurálgicos del sector de la salud.
Su escrito fue calificado de subversivo y su conducta contraria a los principios de carácter social, moral o humano que genera la “sociedad justa y socialista”. Su actitud era un peligro para el crédito y prestación que ofrecía al pueblo, el Ministerio de Salud Pública. Mucho más, incluso, que la muerte por inanición de más de veinte enfermos mentales.
Giménez esperó cualquier cosa, reuniones, consejo disciplinarios, amonestación pública, etc., menos que lo inhabilitaran para ejercer como médico por tiempo indefinido. Debía pagar la insolencia de cuestionar la política económica del país, las decisiones que se adoptan sobre la colaboración médica en el exterior, y el atrevimiento de demandar, para los trabajadores del sector, un diseño de vida distante a los “principios de la sociedad revolucionaria”.
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Jeovany dijo lo que pensaba, pero su escrito no contenía el mensaje deseado por las autoridades y lo envió al lugar equivocado. Ya lo dijo Raúl Castro en su último discurso, aceptan “las diferencias de opiniones expresadas preferiblemente en tiempo, forma y lugar, o sea, en el lugar adecuado, en el momento oportuno y de forma correcta”.
No le perdonaron la sinceridad y el atrevimiento de decir, sin adornos, que el salario de los profesionales y técnicos de la salud, es “evanescente” y los lleva a una existencia de agobio, agonía, urgencias a expensas de pacientes agradecidos, conduciéndolos a una vida sin apego a la ética médica. Tampoco que la misiva fuera rubricada por 300 trabajadores del sector.
Tenían el juez perfecto, José Ramón Balaguer Cabrera, el destituido ministro de Salud Pública, cuya impune incompetencia llevó a la muerte a decenas de pacientes enajenados. Tal vez el ex ministro se concentró demasiado en castigar a los inconformes. Si hubiese escuchado los reclamos de Jeovany, a lo mejor el sistema de salud cubano, no cargara hoy con tan fea mancha.
Las autoridades apelaron al arma ideal, la ambigua Resolución no 8 del 7 de febrero de 1977, que pone en vigor el procedimiento para la suspensión e inhabilitación de profesionales o técnicos de la salud, por infringir “las disposiciones legales y reglamentarias vigentes al respecto, o que actúen con manifiesto desconocimiento del valor social, moral y humano que la medicina debe tener en nuestra sociedad”.
Balaguer, amparado en la referida norma, dictó la suya, la Ministerial No 248 de 2006. No le importo que la actitud de Giménez Vega no constituyera una infracción en la disciplina laboral ni que tampoco tuviera relación con el desempeño de sus funciones como médico. Le prohibió el ejercicio de la medicina de por vida y en todo el territorio nacional. No por dejar morir incapacitados mentales de hambre, sino por decir lo que pensaba.
Si Jeovany hubiese estado involucrado en el caso Mazorra, tal vez la justicia revolucionaria no hubiese sido tan severa. Sólo a dos de los profesionales de la salud enjuiciados, le aplicaron como sanción accesoria, la prohibición del ejercicio de la profesión, pero por igual tiempo que la pena principal fijada. Incluso, los sancionados disfrutan de la posibilidad de recurrir la decisión del tribunal.
De igual forma, la justicia socialista, cuando quiere, es lenta. Los sucesos del hospital Mazorra tardaron más de un año para enjuiciarse. La sentencia dictada por Balaguer juzgando a Giménez Vega demoró menos de seis meses.
No le dieron la posibilidad de recurrir su decisión, sólo pudo quejarse ante la Fiscalía, que no apreció en su caso violación alguna de la ley, a pesar de que el ministro no alegó precepto legal alguno, que tipificara la infracción cometida por el joven. En la inhabilitación de Jeovany como médico, nada tuvo que ver la mala praxis. Más bien fue una advertencia a los 300 que se sumaron a sus reclamos.
A eso se teme en Cuba: a la ley que legitima la represión y justifica cada una de las acciones gubernamentales por arbitrarias que sean, y al castigo ejemplarizante. Los inconformes, los disidentes y todos aquellos que osen desobedecer, saben a qué se enfrentan: un poder capaz de hacerlos nada, de enterrarlos para que nunca vuelvan a levantar la cabeza; el arma letal de revolución cubana.
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*Laritza Diversent, La Habana, 1980. Abogada, graduada en 2007, año en que se inició en la prensa independiente. El Blog Juriconsulto de Cuba, fundado por ella, está dedicado al análisis de la realidad político-jurídica de la Isla. También es fundadora de la Asociación Jurídica Cubana.
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