Con el título: “Margarita no quiere ir a Brasil”
aparece en el sitio web de temas cubanos, Havana
Times, un artículo de Irina Echarry,
sobre la historia de un médico cubana que cumplió una mansión internacionalista
en Venezuela, y aunque no lo dice, infiere que esta médico no quiere ir a
Brasil por la misma razón. El título es algo manido porque si cumplió una misión
en Venezuela puede ocurrir que no tenga que cumplir una segunda misión, vaya
usted a ver. El punto es que el artículo muestra el lado más humano de las misiones
internacionalistas cubanas, la realidad de una vida improvisada durante los dos
años que dura la misión las vivencias
cotidianas y relaciones que se establecen entre los cooperantes médicos en este tiempo. Les dejo el artículo…,
me parece interesante.
Irina Echarry
Margarita siempre quiso ser doctora, estaba dispuesta a realizar su
labor en cualquier rincón del mundo, incluso en el hospital Calixto García,
donde trabaja desde hace varios años. “Es como un familiar que uno ve
deteriorarse lenta y progresivamente”, me dice cuando le pregunto por las malas
condiciones del hospital.
Con poco tiempo de graduada se fue a Venezuela a cumplir misión; era
la oportunidad de conocer otras costumbres, otros paisajes, otras personas.
Y sí, aprendió mucho, sobre todo pudo tratar enfermedades que aquí no
había visto; dio apoyo a familias afectadas por las guerras de pandillas;
incluso asistió un parto. Pero lo que Margarita recuerda con más dolor es la
convivencia con los otros médicos cubanos.
Vivía en una casa con cuatro doctores más —con una edad promedio de 45
años—, profesionales reconocidos y probados en su trabajo.
Como ella era la única mujer, desde el principio se dio por sentado
que atendería la cocina. Margarita, acostumbrada a alimentar a su hermana menor
desde la muerte de la madre, se hizo cargo sin chistar. Así fue pasando el
tiempo entre reuniones, actos patrióticos, consultas y cursos de
perfeccionamiento en cualquier cosa.
Margarita se sentía extenuada, no tenía anemia ni siquiera creía estar
enferma, pero el cansancio no la abandonaba. Se puso a pensar, a buscar algún
indicio que le explicara el motivo de su constante agotamiento y lo encontró.
Resulta que Margarita no solo cocinaba, sino que también limpiaba la
casa, organizaba, fregaba, cargaba el agua cuando hacía falta… y además
compraba la comida. Eso último fue lo que la hizo reaccionar, enseguida convocó
a una reunión con los demás inquilinos.
No todos asistieron, tenían asuntos más urgentes como comprar su
botellita para el fin de semana o “pescar” alguna venezolana que los hiciera
olvidar la terrible separación familiar. Los dos que se reunieron con ella
estuvieron de acuerdo —después de sugerir que eran caprichos de mujer o más
bien histeria femenina— en abonar una parte del salario para las compras
colectivas.
Claro que eso no duró mucho, por un motivo u otro Margarita siguió
pagando el alimento de todos durante unas semanas más…hasta que se cansó.
Convocó otra reunión y sólo asistió uno —
¿quién aguanta tantos caprichos?—.
El único que decía entenderla aunque tampoco daba dinero le habló de
la soledad y sus consecuencias, intentó convencerla de que él podría protegerla
de los otros, ayudarla, solo necesitaba saber si ella quería aliviarle el dolor
de la distancia.
Inmediatamente, Margarita pidió cambio de casa, y como no lo consiguió
tomó la decisión de no cocinar más. Dejó de limpiar y le importaba poco si la
casa estaba regada o no, solo la habitación donde dormía merecía su atención y,
a veces, el baño.
Margarita estuvo cuatro años compartiendo su vida con esos abnegados
profesionales de la salud. Una experiencia inolvidable —me dice— que no quiero
repetir.
Las noticias nos cuentan con orgullo que la mitad de los colaboradores
de la salud son mujeres, y algunos artículos hablan de la solidaridad, del
deber cumplido o de su desempeño en la vida profesional. ¿Y la otra parte quién
la cuenta?
La gran mayoría de las colaboradoras sigue sufriendo los estereotipos
de género, sus coterráneos arrastran los prejuicios machistas hasta lejanos
confines y ellas, los secundan. Las que se resisten, sufren el doble. Por eso
ahora Margarita no quiere ir a Brasil.
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