Por: Miguel Iturria Savón.*
El viernes pasado coincidí en un ómnibus con Nora, una amiga diabética con una niña de 9 años y un hermano esquizofrénico ingresado en un hospital psiquiátrico de La Habana, donde lo atienden bien después de oscilar entre la casa del padre y el manicomio de Mazorra durante casi dos décadas de delirios, pastillas y fantasmas que lo convirtieron en un guiñapo humano.
Al preguntarle a Nora por su evidente inquietud me respondió que la citaron al sanatorio y después de varias preguntas le advirtieron que como su hermano tiene casa propia y cuenta con su apoyo, debe ir pensando en la reinserción de éste al hogar paterno o a la vivienda que ella comparte con su hija y esposo, pues por orientaciones del Ministerio de Salud se reducirán al mínimo los ingresos permanentes en hospitales de dementes y retrasados mentales.
Para ella “el retorno” acrecentará los problemas porque al morir el padre se acentuó la locura del hermano y solo con ayuda de los vecinos lograba ingresarlo en una sala transitoria de Mazorra, de donde le daban el alta tan pronto disminuían las alucinaciones, las cuales retornaban al cabo de uno o dos meses, de manera que ella apenas podía trabajar. Si lo dejaba en su apartamento tenía que visitarlo diariamente y aguantar las descargas de los colindantes. Si lo llevaba consigo ponía en tensión a la niña y el esposo; cuando entraba en crisis tenían que refugiarse en casa de algún vecino mientras el marido gestionaba la ambulancia o tranquilizaba al cuñado.
Nora y su hermano poseen viviendas propias, pero él no puede vivir solo ni acompañado, no hay quien resista los problemas que crea incesantemente. Para ambos la alternativa radica en la institución sanitaria. Existen, sin embargo, casos peores, enfermos sin familiares o con parientes muy pobres, envejecidos o sin vivienda adecuada.
Recuerdo, por ejemplo, el caso de Peter, un esquizofrénico de 53 años con conductas de psicópata, sin padres ni hermanos que asuman sus desvaríos. Fue vagabundo y estuvo a punto de morir en los caminos de un pueblo oriental hasta que un pariente lo ingresó en un manicomio de La Habana, donde mejoró mucho pero lo trasladaron al Hospital de Transito ubicado en Fontanar; allí, entre locos y mendigos, Peter parece un zombi en espera del dictamen de la Comisión de Clasificación, la cual decidirá si lo pone en la calle, lo retorna a su provincia o lo interna en Mazorra.
Los ex pintores Edel Torres y su tío Manolo son otro ejemplo de la importancia decisiva de las instituciones sanitarias para enfermos psiquiátricos. Desde los 17 años Edel oscila entre la casa paterna y el gran manicomio capitalino. Al morir el padre, Manolo se mudó con él pero a los tres años ya no podía enfrentar las crisis frecuentes, el costo de los alimentos y las medicinas y el deterioro habitacional. Una década después de convivencia Manolo es un mendigo y Edel combate con las mismas voces y demonios que lo atormentan.
Nora y su hermano Ernesto, Peter, Edel y Manolo, Alain y decenas de locos y retrasados que crecen como el marabú, constituyen una carga pesada que necesitan de las instituciones y los familiares. No es cuestión de olvidarlos en el hospital ni de retornarlos al “lugar de origen”, del cual no hubieran salido si los acompañara el equilibrio. La solución no radica en despedirlos como a obreros de fábrica obsoletas, si no en brindarles protección social.
*Licenciado en Historia, postgrados en Arte, Literatura, Periodismo y Etnología. Ha publicado varios libros, reside en Cuba y ejerce el periodismo independiente.
Foto corresponde al Blog mencionado en la fuente.
Fuente: Ancla Insular.
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