Continuación…,
LA SECURITATE SIGUE FUNCIONANDO.* II
Por Herta Müller.**
Uno desafía al miedo hasta las profundidades del alma.
Pero con la difamación se le roba a uno el alma. Todo lo que encuentras es un
cerco monstruoso.
Los tres años que trabajé como traductora en la
fábrica de tractores Tehnometal, han desaparecido del expediente. Traducía las
descripciones de las máquinas que se importaban de la RDA, de Austria y de Suiza.
Pasé cuatro años sentada con cuatro contadores en una oficina. Ellos calculaban
los sueldos de los trabajadores, yo pasaba las páginas de mis gruesos
diccionarios técnicos. No entendía nada de prensas hidráulicas o no
hidráulicas, palancas o tornillos. Cuando el diccionario ofrecía tres, cuatro o
hasta cinco acepciones, me iba a la fábrica y les preguntaba a los obreros.
Ellos me daban la palabra correcta en rumano sin saber alemán, porque conocían
las máquinas. En el tercer año se implementó una “oficina de protocolos”.
El director me trasladó allí, junto a dos nuevas traductoras, una para francés,
otra para inglés. Una era la esposa de un profesor universitario, de quien ya
desde mi época de estudiante se decía que era un securista. La otra era nuera
del número dos del servicio secreto de la ciudad. Ellas eran las únicas que
poseían la llave del armario con los expedientes. Si llegaban de visita
expertos extranjeros, yo debía abandonar la oficina. Entonces la agente Stana
recibió al parecer el encargo de intentar enrolarme y hacerme apta para el
trabajo de la oficina. A la segunda negativa me dieron la despedida: “Te
pesará, te vamos a ahogar en el río”.
Archivos de la Securitate ,Bucarest, Rumania
Una mañana llegué al trabajo y encontré mis
diccionarios en el suelo delante de la puerta de la oficina. Mi lugar le
pertenecía ahora a un ingeniero, ya no me estaba permitido entrar a la oficina.
No me podía ir a casa, porque me habrían despedido inmediatamente. Me había
quedado sin mesa y sin silla. Durante dos días permanecí tercamente sentada las
ocho horas con mis diccionarios sobre una escalera de concreto entre la planta
baja y el primer piso, tratando de traducir para que nadie fuera a decir que no
trabajaba. La gente de la oficina pasaba a mi lado sin decir nada. Mi amiga
Jenny, una ingeniera, sabía cómo había llegado hasta ese punto. A diario la
había mantenido, camino a casa, al tanto de los sucesos. Durante la pausa del
mediodía venía a verme, se sentaba en la escalera. Comíamos juntas como antes
en la oficina. En los altoparlantes del patio, como siempre, los coros de
trabajadores cantaban la felicidad del pueblo. Ella comía y lloraba por mí, yo
no. Tenía que resistir. Al tercer día me instalé en el escritorio de Jenny, me
había hecho espacio en una esquina. Lo mismo al cuarto día. Se trataba de una
oficina de planta abierta. Al quinto día la encontré esperándome en la puerta: “Ya
no te puedo dejar entrar a la oficina. Imagínate, mis colegas dicen que eres
una espía”. “¿Cómo puede ser posible?”, le pregunté. “Tú sabes bien en
donde vivimos”, dijo ella. Tomé mis diccionarios y regresé a la escalera.
Esta vez yo también lloré. Cuando me acerqué a la fábrica para preguntar por
una palabra, los obreros empezaron a pifiarme y a gritar: “¡Securista!”[1]
Era un pandemonio. ¿Cuántos espías habría seguramente en la oficina de Jenny y
en la fábrica? Los ataques habían sido ordenados desde arriba, las calumnias
tenían como objeto conseguir mi renuncia. Al comienzo de esta turbulenta época
murió mi padre. Había perdido el control sobre mí misma. Tenía que demostrarme
que existía en este mundo. Así empecé a escribir mi vida anterior, de allí
nacieron los relatos de En tierras bajas.
Sede de la Seguritate en Bucarest, Rumania |
Cuánto duró ese estado de cosas, ya no lo sé. Me
pareció inacabable. Tal vez solo fueron semanas. Finalmente me despidieron.
Sobre todo, esto existen en mi expediente apenas dos
palabras, escritas a mano como nota al margen del protocolo de una escucha
telefónica en la que cuento en casa años después sobre los intentos de
enrolarme. Al margen anota el teniente coronel Padurariu: “Es cierto”.
Llegó el momento del interrogatorio. Las acusaciones:
que no trabajo, que vivo de la prostitución y del mercado negro, como un “elemento
parasitario”. Se mencionaban nombres que no había escuchado en mi vida. Y
de espionaje para el BND [ el Bundesnachrichtendienst, la agencia de
inteligencia alemana], porque mantenía amistad con una bibliotecaria del
Instituto Goethe y una intérprete de la embajada alemana. Horas enteras de
acusaciones inventadas. Pero no solo eso. Sin necesidad de una orden de
comparecencia, me pescaron simplemente en la calle. Iba camino de la peluquería
y un policía me hizo pasar por una angosta puerta de hojalata al sótano de una
residencia de estudiantes. Tres hombres de civil se encontraban sentados frente
a una mesa. Uno pequeño, huesudo, era el jefe. Me exigió mi documentación, me
dijo: “Ya ves, puta, nos volvemos a ver”. Nunca lo había visto. Me había
acostado con ocho estudiantes árabes y me habían pagado con medias y
cosméticos. Yo no conocía a un solo estudiante árabe. Al hacérselo saber, el
interrogador me dijo: “Si queremos, podemos encontrar 20 árabes como
testigos. Lo vas a ver, será un excelente proceso”. Arrojaba una y otra vez
mi documento de identidad al suelo, yo tenía que agacharme para recogerlo. Unas
30 a 40 veces. Si retardaba mis movimientos, me pateaba en la espalda. Detrás
de la puerta se escuchaba gritar a una mujer. Tortura o violación, ojalá solo
sea una grabación, pensaba. Entonces me obligaron a comer ocho huevos duros y
cebollas verdes con sal. Engullí todo atragantándome. Luego el huesudo abrió la
puerta de lata, arrojó mi carné afuera y me pateó el trasero. Caí de cara sobre
la hierba junto a un arbusto. Vomité, sin levantar la cabeza. Sin darme prisa,
recogí mi carné y regresé a casa. Era más temible que te pescaran en la calle
que recibir una citación. Nadie sabía dónde te podías encontrar. Una podía
desaparecer, nunca volver a aparecer o, como en la amenaza, ser recogida como
cadáver de un río. Habrían dicho: suicidio.
*23. Juli 2009Quelle: DIE ZEIT, 23.07.2009 Nr. 31. Tr.
BITÁCORA DE UN HISPANOHABLANTE EN ALEMANIA ▪
8 de septiembre del 2021 ▪ N.º 1308
** Herta Müller (1953/08/17 - Unknown). Escritora rumana, nació el 17 de agosto de
1953 en Nitchidorf, Timis, Rumania, zona germanohablante. Hija de granjeros, su padre Josef Müller,
sirvió durante la II Guerra Mundial en las Waffen-SS y su madre Catarina
Müller, fue deportada a la Unión Soviética en 1945 pasando cinco años en un campo
de trabajo en Ucrania. Cursó estudios de
filología germánica y rumana en la Universidad del Oeste de Timisoara de 1973 a
1976. Trabajó como
traductora entre 1977 y 1979 en una empresa de ingeniería de donde fue
despedida en 1979 por no cooperar con la Securitatea Statului, policía secreta
del régimen comunista rumano. En 1987, Müller se
exilia en Alemania junto su marido, el novelista Richard Wagner y realiza
trabajos en distintas universidades.
El 8 de
octubre del 2009 fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura.
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