(00:00
AM)
Jamás imagine que la experiencia de tener un
hijo fuera verlo irse cada día, cada segundo, sintiendo cómo te lo arrancan en
medio de una oscuridad donde en vano intentas mirar a los ojos a un culpable, y
que su pecho y su tranquilidad pudiesen llegar como el grito de un pájaro que
se aleja de pronto.
Crece
a través de mí el eco dentro del pazo, certidumbre: sólo los mensajes pasados
por el límite me complementan. En vano la cara oculta de la luna sabe entrar a
su reflejo en el río, o surgir una nube momentáneamente llena en representación
de la tarde, a demostrarme con explicaciones que la belleza existe y es un
plan. Quedan gritos, mensajes sobre los muros en espera de alguien capaz de
hacerlos alternar como accidentes y, con suerte, arañar el humo policromado de la
eternidad. Intento invertir el tiempo que no poseo en hallar esos mensajes.
Dicen
que le transmita vigor a la madre para pasar los días, ondas, precogniciones,
átomos de esperanza y vigor. Voy a escribir noticias al odio, a la esfera de
sombra cuyo centro está en toda carne y azar externo. En todas las ganancias, a
mi vacío interior, miento: en minúsculas tiras de papel, a ella y el niño.
Preguntan por último
si tengo más
preguntas, antes de perderse entre los biombos del hospital.
Dentro,
hundido en la claridad de alguna cama, también sin preguntas con qué
defenderse, nuestro hijo espera por sus manos como un reloj hecho piezas, como
el arroz del año
llevado hasta la costa. Mis ojos hinchan las velas del barco que no llega.
(00:01
PM)
Vienen
a la puerta cerca del mediodía, fuman, observan sus relojes, hacen chistes en
silencio, liberan estrés bajo suaves, enormes batas blancas.
Él había
nacido respirando mal. Disciplina severa tenían dentro de aquella sala aséptica
y, entre muchas prohibiciones, una permanente; « ¡Ningún hombre cruce la puerta!» Según aprendí al calor de más de una discusión, la censura podía deberse a la necesidad de
evitar infecciones o por el pudor de mujeres con pechos al aire, alimentando a
los bebés.
Cruzar cartas, amagos
de cartas, no estaba prohibido.
Nunca
me conformaba con el reporte que aparecía en una tablilla colgada tras el
cristal de la puerta, constantemente actualizado, donde a los recién nacidos se
les daba notas de «C» (critico)
«G» (grave).
Inscribía
mis gestos en tierras de papel que siempre algún auxiliar de limpieza o algún
estudiante de enfermería me hacía el favor de entregar. A veces, cuando ella
encontraba tiempo, papel y lápiz, respondía. Pasábamos nuestro lenguaje de
mudos, nuestra soledad, entre manos de gente sin rostro. Crisálidas. Manos
esterilizadas. Manos finas. Manos con memoria. Manos a la velocidad del sonido.
Manos dentro de manos. Monotonía de hablar o buscar como un mudo o un ciego a
través de otras manos.
Por
prescripción médica, mientras diera el pecho al niño, tenía prohibido sufrir. «Lo siente,
mamá,
le hace daño.» Sin
vernos ni asirnos ella, dentro del laberinto; yo afuera caminábamos sobre una misma
cuerda lanzada al vacío.
Un día
parecía
que todo había
pasado. Vimos a las tinieblas dar un paso atrás. Nos repetíamos sin palabras la
última noticia como una orden: olvidar. Pero, por entonces, trae ella el
escándalo de que ha tenido cuidado de guardar cada mensaje. Toma una vieja
cartera y hace llover frente a mí una nube de papelitos estrujados que no dan
idea de que puedan sostenerse en la punta de los dedos, desenvolverse, lo algo
más difícil, dejarse leer.
Ante
el rompecabezas de la memoria y el miedo, algún dique adentro no aguanta y se
viene abajo para que fluya otra materia oscura. Sólo después empiezo a ver con
claridad. Lejos el barco se hunde, mis velas, mis pupilas. Son las otras
noticias. Encima del muro y el aire, entradas y salidas ocultas, gritos aquí
aún esperan. Cosechas de realidad maduradas de noche. Salones de silencio sin
asientos.
Continuará...
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